viernes, 18 de enero de 2013

Quien a hierro mata...muere oxidado


Por Esteban Jardín

Las cosas arrancaron allá por abril del 2010, cuando el entonces flamante presidente Mujica le dio la espalda a Punta del Este al decidir la venta de la hasta ese momento residencia presidencial de la avenida Roosevelt. Transcurridos casi tres años de aquel anuncio el Banco República sigue haciendo gárgaras con el problema, según las declaraciones de su titular Calloia.
En aquel momento la actitud presidencial pareció una señal de rechazo al “pituco” refugio veraniego de la “oligarquía” dueña del país, ya fuera esta criolla como extranjera.
Apenas fue un amago, uno de los primeros a los que después nos acostumbró Mujica, ya que lejos de abstenerse de participar en los encuentros sociales en el Este uruguayo, concurrió más de una vez invitado por algún empresario. La diferencia con los anteriores mandatarios fue que, en vez de alojarse en la residencia de la Roosevelt, se hospedó en lujosos yates o en alguna mansión lugareña que le proporcionó el anfitrión de turno. Eso -es de imaginar- lo hizo sabiendo, más por viejo que por político, que las cosas gratis siempre las paga alguien.
Fue en ese 2010 el tiempo de irle viendo las patas a la sota, o mejor dicho saber qué cosa hacía en su segundo período de gobierno la autodenominada izquierda uruguaya, que venía hasta cinco años antes denostando al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al pago de la deuda externa y a los “cajetillas” esteños.
El tiempo en el ejercicio del gobierno le fue enseñando a ese conglomerado político que no estaban equivocados quienes entendían que había que tener una residencia presidencial en Punta del Este, porque a esa ciudad concurre gente influyente que es necesario contactar,  ni lo estaban tampoco quienes honraron religiosamente los compromisos financieros del país, porque siempre es bueno tener crédito abierto en los organismos internacionales.
Y esa autodenominada “izquierda” fue tomándole el gustito a las cosas que antes criticaban a los gobiernos de los partidos fundacionales del país, a los que amontonan bajo el rótulo de “derecha”, hacinándolos junto al también hoy opositor Partido Independiente.
Mientras reparten a su antojo las calificaciones de derecha o izquierda según les plazca, el ministro de Economía Fernando Lorenzo sentenció hace unos días que “nadie en el Frente Amplio tiene derecho a decir cuál de nosotros es de izquierda y cuál no”.
¡Que quede claro que sólo un alineado en el oficialismo puede arrogarse el derecho de calificar a los ajenos entre derecha o izquierda, pero cuidadito con hacerlo en la interna!
Sus razones tiene el señor ministro: ¡Vaya que a alguno se le ocurra decir que él no es de la izquierda porque almuerza con “reaccionarios” empresarios a los que rechazan los sindicatos vinculados con las actividades comerciales de los comensales!
O, de pronto a alguien se le ocurre cuestionar los vínculos que tiene Mujica o Astori con la flor y nata del capitalismo ortodoxo y los confunda con otros más de la derecha del espectro político. Puede que también se haga lo mismo con los centenares de funcionarios del gobierno que recurren al sistema mutual para la asistencia sanitaria o a la enseñanza privada para educar a sus hijos y tienen de compañeros de aula a quienes no son de la “clase obrera”, por citar apenas un par de ejemplo.
Cabe preguntarse a esta altura si Lorenzo se refirió,  con eso de la “izquierda del FA”, a la reunión en la chacra marítima de Ruben Villaverde, en Portezuelo, a la que asistieron tres ministros de Estado, dos diputadas, el presidente de ANCAP, el prosecretario de la Presidencia  y los principales líderes del PIT-CNT y del Frente Amplio, según informó este miércoles el diario El País.
En esa cena del sábado 12 en la residencia veraniega del director del Sirpa y ex dirigente sindical los asistentes planificaron la táctica que tendrán que seguir para no perder la próxima elección nacional.
Siempre según la noticia del matutino, asistieron 25 personas, en un acontecimiento que se reitera desde 1994, con la diferencia que este año Raúl Sendic, el delfín de Mujica que simultáneamente con el encuentro rebajó la nafta para contribuir a contener la inflación, llevó una botella de ron cubano, todo un símbolo de la lucha antiimperialista.
No fue la única diferencia. Hubo otra: la ausencia en esta oportunidad de la “clase trabajadora”. Aquella manipulada clase trabajadora; la de antes y la de ahora. La misma que por muchos de estos mismos dirigentes sindicales era convocada para marchar contra Punta del Este en plena temporada veraniega, para que allí plantaran -como en tantos otros lugares- las históricas  banderas de la lucha de clase, el repudio al FMI,  el rechazo a las privatizaciones y todo el resto de un apero que quedó por el camino en la voracidad de la “iluminada dirigencia sindical” al servicio de los que digitan a “izquierda o derecha”, según hagan o no hagan lo que ellos digan.
Son esos mismos trabajadores de ayer y jubilados de hoy los que sufren en carne propia la decepción de haber sido instrumento del doble discurso inescrupuloso.
Son esos trabajadores y jubilados los ciudadanos que tendrán en sus decisiones libérrimas la facultad de borrar de los gobiernos a los impostores. A esos, que en la cena de Punta del Este, se juramentaron que no vuelva a pasar lo que aconteció en el último consejo de salarios de “la cerveza”, en alusión al ajuste salarial en el sector Bebidas, en el que el Ministerio de Trabajo no habilitó el acuerdo hasta que se acordó bajar el aumento por inflación.
El tiempo dirá que muerte política le tiene reservada la ciudadanía a quienes mataron a hierro la buena fe de varias generaciones de orientales.

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